En la parte más alta de la ciudad, sobre una columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía de ojos, dos zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
Parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.
Una noche voló una golondrina sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
La Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo . Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.
Veo que es muy casero . A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columna.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
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